
El 2 de noviembre celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos. Esta celebraciones una profesión de fe en la resurrección de Jesús y de todos los que creen en él. Desde esta esperanza, los cristianos, tanto en la Eucaristía como en la Liturgia de las Horas, pedimos por los difuntos. Lo hacemos cada día, por ejemplo, en las preces de Vísperas. Y sobre todo en las Plegarias Eucarísticas: <<concédeles el lugar del consuelo, de la luz de la paz>>, <<admítelos a contemplar la luz de tu rostro>>, <<recíbelos en tu Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud de tu gloria>>, acógelos con amor en tu casa>>.
La realidad de la muerte la ha visto siempre la iglesia desde la fe cristiana y ha encomendado a sus difuntos a la misericordia de Dios, con la esperanza de la resurrección.
La conmemoración del 2 de noviembre tuvo su origen hacia el año 1000, con la decisión del abad de Cluny, san Odilón, que estableció que precisamente el día siguiente a la festividad de Todos los Santos, se celebrara este recuerdo por todos los Fieles Difuntos. La idea se extendió rápidamente por toda Europa, aunque en Roma sólo lo aceptaron en el siglo XIV.