MUERTE DEL PADRE ÁNGEL DARÍO ACOSTA ZURITA

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25 DE JULIO DE 1931

¿Por qué no tocan las campanas?

Pedro A. Barrajón

A eso de las seis de la tarde, numerosos fieles abarrotaban la iglesia, puesto que era el último día que iba a permanecer abierta. Después se cerraría por tiempo indefinido. Algunos esperaban su turno de confesión, otros permanecían hincados frente al altar mayor o delante de uno de los altares laterales. Pero quienes alegraban el templo con su presencia eran más de 2 mil niños, a quienes el padre Rosas catequizaba desde el púlpito. El padre Landa se encontraba en medio de ellos, mientras que el joven Darío volvía a la iglesia después de un bautismo. El padre de la Mora se hallaba en el interior de la casa parroquial. En ese momento entraron los policías pistoleros, se acercaron al púlpito y lo rodearon, mientras el padre Rosas seguía catequizando sin advertir su presencia. Sin más, comenzaron los disparos contra los sacerdotes inermes. El padre Rosas, después de una primera herida, pudo protegerse escondido dentro del púlpito. El padre Landa cayó herido entre las bancas y el Padre Darío se desplomó herido de muerte por una bala que le alcanzó de lleno en la cabeza. Segundos después llegó corriendo el padre de la Mora, quien había acudido asustado por las detonaciones. Encontró un espectáculo desolador; el padre Landa, también desplomado, rodeado de niños que gritaban y lloraban; del padre Rosas, solo se veía una mano llena de sangre con la que se apoyaba en el púlpito. Entonces, mientras los pistoleros corrían en huida, el padre de la Mora comenzó a gritar desesperadamente: — “¡Dispárenme también a mí, si quieren acabar con todos los sacerdotes, háganlo conmigo, aquí estoy, no les tengo miedo!”. Pero era demasiado tarde. Su voz se perdía en medio del llanto y el griterío de los pequeños. Ya los asesinos corrían por el zócalo en dirección de un carro que les esperaba. Los choferes del sitio trasladaron de urgencia al padre Landa al hospital de la Cruz Roja, donde se le salvó la vida en una arriesgada operación quirúrgica, a pesar de que agentes del gobierno del estado intentaron, sin éxito, rematarlo mientras estaba hospitalizado. El padre Rosas resultó herido. Las autoridades ordenaron trasladar el cadáver del padre Darío al Hospital “Aquiles Serdán”, donde, por disposición gubernamental, permaneció sin ser entregado a los sacerdotes o a sus familiares. El padre Darío estaba estrenando sus 23 años de vida y sus tres meses de sacerdocio, cuando la bala le perforó la sien. Había nacido en la encantadora población de montaña de Naolinco. Dos amigos suyos, los hermanos Pelayo, lo invitaron al seminario y un buen día, acompañado de su mamá, Dominguita, salió a las tres de la mañana para recorrer a pie los 36 kilómetros que separan a Naolinco de Xalapa. Aquí se entrevistó con el padre Justino de la Mora y fue aceptado en el seminario. Era de físico robusto, gran deportista, de enorme espíritu de fe y entusiasmo, lleno de vitalidad y de ganas de trabajar por Cristo. Los años del seminario, vividos en medio de la clandestinidad y la persecución, fueron para él, el mejor entrenamiento para su martirio. Acabados sus estudios, monseñor Guízar le había conferido el sacerdocio el mismo año de 1931 y lo había destinado como vicario parroquial a la iglesia de la Asunción, en Veracruz. Dominguita, su mamá, carecía de recursos para viajar a la Ciudad de México. Era una mujer serena, llena de fe y de bondad, toda fe en Dios. La ilusión de su vida, era su hijo, verlo sacerdote, recibir su bendición. Aunque el padre Darío se había trasladado a Veracruz para iniciar su ministerio, no había tenido tiempo de ir a Naolinco a celebrar su primera misa con los suyos. Pasaba el tiempo y Dominguita no resistió más. Un día le dijo a una de sus hijas: — “Mañana nos vamos a Veracruz para ver a Darío”. El viaje fue largo y costoso para ellas. Llegaron a la iglesia de la Asunción en el momento en que un joven sacerdote iniciaba la misa. Desde la entrada no lo reconocieron, pero Dominguita presentía en su interior —quizás porque lo deseaba ardientemente— que era su hijo. Se acercaron un poco más y pudieron oír claramente la voz varonil y firme del celebrante—“Sí, es su voz, la de Darío”. Siguieron las diversas partes de la misa con el mayor fervor. Recibieron la comunión de sus manos y, finalmente, la bendición. Para Dominguita todo era como la antesala del cielo: ¡Ver a su hijo hacer las veces de Cristo, oírlo pronunciar las palabras de la consagración, recibir su bendición! Ese día pudieron disfrutar un poco de su compañía, pero por la tarde, a eso de las cuatro y media, el padre Darío tuvo que dejarlas para ir a preparar un bautismo que le había pedido el padre De la Mora. Además, era el último día de culto público y debía arreglar todavía muchas cosas en la parroquia. Su mamá y su hermana se quedaron en la pequeña casa donde vivía provisionalmente el padre Darío. Pensaban volver a la iglesia por la tarde, a la misa de siete. Cuando cruzaron por la calle vieron un gentío y ambulancias a la salida en la puerta de la iglesia. Se acercaron un poco más y cuando el párroco las vio, corrió hacia ellas. Su rostro denotaba una profunda conmoción. Solo pudo decir: —“Dominguita, Dominguita”. En ese momento ella vio un grupo de jóvenes que llevaban envuelto en una sábana el cuerpo de una persona. Entonces, comprendió todo. No lloró. Solo dijo: —“Bendito sea Dios, déjenme verlo”. Dominguita se acercó con su hija mientras el corro de gente que rodeaba la ambulancia, callaba y le abría paso. Alguien comentó en voz queda: —“Es su madre”. Dominguita se acercó y besó la frente ensangrentada de su hijo. Entonces lloró. Ahora fue ella quien lo bendijo en la frente acariciando su hermosa cabellera negra. Sin mayores miramientos, un policía la sustrajo de su llanto y de su ensueño: — “Señora, nos lo tenemos que llevar”. Dominguita no dijo nada. Ni siquiera miró a los ojos del policía. Tenía en los suyos la imagen de Darío. Quedó sola, desconsolada, bañada por el sol abrasador del mes de Julio y por las lágrimas que, sin querer, brotaban de sus ojos color azabache. Abrazada de su hija y acompañada por el padre De la Mora, entró en la iglesia donde había recibido la primera y última bendición de su hijo, donde él había caído, víctima del odio, dando su vida por Cristo. En un altar lateral, había una imagen de la Virgen Dolorosa. Allí acudió Dominguita y allí obtuvo consuelo. Alguien, otra madre, había también acariciado la frente inerme de su Hijo, otra tarde del primer Viernes Santo de la historia. A Dominguita sólo le quedaba lo que le quedó a María: el consuelo de Dios; un consuelo mezclado con el dolor que la hería en lo más profundo de su alma.