HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

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HOMILÍA

JUEVES SANTO

« ¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman “el Maestro” y “el Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros: les he dado ejemplo para que, lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan» (Jn 13,12-15).

Esta pregunta se refiere, desde luego, a la acción que Jesús acababa de ejecutar al ceñirse la toalla y ponerse de rodillas ante sus apóstoles para lavarles los pies. Sin embargo, esta pregunta va más allá y atraviesa toda la economía de la salvación: Hoy el Señor pregunta a sus discípulos, y en ellos, a nosotros: Comprendes que por eso Dios me envió, nos dice Jesús, para sanarte del mal, de la esclavitud en que estabas sumergido.

Comprendes que por eso mi Padre Dios me ha enviado a ti para que tengas vida y vida en abundancia.

Jesús nos dice en esta tarde:

“YO SOY EL TESTIMONIO DEFINITIVO DEL AMOR DE DIOS A LOS HOMBRES”

¡De qué manera tan profunda cobran significado los ritos de la cena de pascua! que nos narra el libro del Éxodo en la primera lectura: la familia judía se reunía para celebrar la alianza del Señor, para recordar de generación en generación que el amor de Dios es eterno. Pablo en la carta a los corintios recoge el relato más antiguo de la Eucaristía: ¡con qué veneración lo considera y lo transmite!: “Yo recibí del Señor lo mismo que les he trasmitido”. Hoy, por tanto, todo nos invita a una reflexión profunda sobre el amor eterno que Dios nos ha tenido en su Hijo Jesucristo.

La liturgia de la cena pascual, que se describe detalladamente la primera lectura, es prefiguración del sacrificio de Cristo que se ofrece en rescate “por muchos”, es decir, por todos, como nos explica san Pablo en la primera carta a los corintios.

Por eso, el evangelio de hoy, más que narrar los hechos de la última cena, se concentra en describir el amor de Cristo, en describir los sentimientos de su corazón: El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.

Meditar en los acontecimientos del jueves santo es introducirse en el amor de Cristo, en el amor del Padre de las misericordias que nos envía a su Hijo para rescatar a los que nos habíamos perdido. El amor de Cristo es lo que se percibe esta tarde con tanta intensidad, que apenas hay lugar para algún otro sentimiento.

Pablo que había hecho experiencia viva del amor del Señor llega a exclamar: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?”,  como dice la Escritura: “Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero”. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades  ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”. Rm 8,35-39.

Si, en ocasiones, somos presa del desaliento, de la tentación, de la angustia es porque nos olvidamos del amor de Cristo. Es porque nos olvidamos que hemos sido eternamente amados por Dios en su Hijo. Quizá no nos olvidemos en la mente que hemos sido amados por Cristo, pero si en el corazón.

La primera carta de san Pedro nos amonesta a vivir sabiendo que hemos sido rescatados del pecado, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, la del cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo. (Cfr. 1 Ped 1,18-19).  Hemos sido amados por Cristo que en este mundo no existe un amor tan excelente y perfecto como ese.

Santa Teresa de Jesús, que tenía un gran amor por la humanidad de Jesucristo, exclamaba de forma muy singular: “¡Oh qué buen amigo eres, Señor! Cómo sabes esperar a que alguien se adapte a tu modo de ser, mientras tanto Tú toleras el suyo. Tomas en cuenta los ratos que te demuestra amor, y por una pizca de arrepentimiento olvidas que te ha ofendido. No comprendo por qué el mundo no procura llegar a Ti por esta amistad tan especial. Los malos hemos de llegarnos a Ti para que nos hagas buenos, pues por el poco tiempo que aceptamos estar en tu compañía, aunque sea con mil deficiencias y distracciones, Tú nos das fuerzas para triunfar de todos nuestros enemigos. La verdad es que Tú, Señor, que das la vida a todo, no la quitas a ninguno de los que se fían de Ti.”(Santa Teresa de Jesús, El libro de la vida Cap. 8,9).

Así pues, vuelve a nuestra mente la pregunta de Jesús: ¿Comprenden lo que he hecho con ustedes (por ustedes)?

¡Quién nos diera comprender lo que Dios en Cristo ha hecho por nosotros! ¡Quién nos diera comprender el misterio de la encarnación del Verbo! ¡Quién nos diera comprender lo que está sucediendo en esta última cena cuando Jesús toma el pan y el vino y pronuncia unas palabras solemnes! Que esta Misa vespertina, nos ayude a dar un paso en la comprensión de este amor.

El amor lleva al amor. Quien experimenta el amor de Cristo no queda igual, no puede quedar igual. Los apóstoles en la última cena son testigos del amor de Cristo y de la inmensa responsabilidad que queda en sus manos. De ahora en adelante son más conscientes, por una parte, de su propia miseria, como hombres y pecadores, pero, por otra parte, son más conscientes de los tesoros infinitos que Dios ha depositado en su alma.

Ellos reciben el cuerpo y la sangre de Cristo, y reciben, además, el poder de consagrar y el mandato de “hacerlo en memoria del Señor”. El sacerdote ha nacido allí, en el Cenáculo, en la Eucaristía. El Papa San Juan Pablo II se dirigía a los sacerdotes el jueves santo de 1982 en estos términos:
«El jueves santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio. Es en este día en el que todos nosotros sacerdotes hemos nacido. Como un hijo nace del seno de su madre, así hemos nacido nosotros, ¡Oh Cristo!, de tu único y eterno sacerdocio hemos nacido en la gracia y en la fuerza de la nueva y eterna alianza del Cuerpo y de la Sangre de tu sacrificio redentor: del “Cuerpo que es entregado por nosotros” (cf. Lc 22,19), y de la Sangre, que “por todos nosotros se ha derramado” (cfr. Mt 26,28).
Hemos nacido en la última cena y, al mismo tiempo, a los pies de la cruz sobre el calvario; allí, donde se encuentra la fuente de la nueva vida y de todos los sacramentos de la Iglesia, allí está también el inicio de nuestro sacerdocio».

Pero no sólo los sacerdotes experimentan hoy el amor de Cristo. Cualquier fiel contemplando los misteriosos acontecimientos de esta noche, escuchando las palabras de Jesús: vemos sus gestos al lavar sus pies y distribuir la comunión, puede repetir con san Pablo: (Gal 2,20). “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”.

Salgamos de este Cenáculo dispuestos a amar más y mejor; a amar en lo grande y en lo pequeño; a amar en la prosperidad y en la adversidad; porque nosotros hemos sido amados e invitados a participar del amor de Dios.

Y recordemos, cuando comulgamos debidamente con el Señor, preparándonos para recibirlo. Él produce dos gracias en nosotros: nos hace tener una presencia más íntima con Dios y nos da la fuerza para someter al mal.

Que el Señor en esta Cena nos permita experimentar de lleno su amor para ser propagadores de ese amor a la humanidad que tanto lo necesita. Así sea.