JUEVES SANTO, ACTO DE AMOR Y  DE UNIDAD

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Jesús conoce nuestras necesidades, no ha querido dejarnos lo indispensable para nuestra vida y, enseña. «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado». Nuestro Señor, toma la iniciativa de amar, Él no nos manda cosas imposibles y, por eso mismo, para amar como Él, infundió en nuestros corazones su Espíritu, que es Amor. Por tanto, si amas a Dios, amarás también a los hijos de Dios y todo aquello en lo que Dios se manifieste. El amor es unidad y consiste en la paciencia de aceptarse el uno al otro; es necesario aprender de este amor «como yo los he amado». Este amor es la referencia de todo cristiano, «los amó hasta el extremo». Cuando se ama no te consideras superior o por encima del otro, tratas al otro con dignidad, valoración y respeto. No te importa que sea pobre o inculto, solo sabes que es tu hermano.

Su amor, lo hizo despojarse de sí mismo, se bajó a «lavar los pies», este acto es algo constitutivo del discipulado, teniendo presente siempre la diaconía; pero Jesús pretendía algo más, pretendía purificar las almas y los corazones, era necesario esta intervención de Dios, ya que el don de la pureza es un acto de Dios. Ante la negativa de Pedro: «no me lavarás los pies jamás», Jesús se muestra paciente, invitándolo a que se deje purificar, «si no te lavo, no tienes parte conmigo». Jesús busca renovar desde el interior de la persona, aquí se inaugura algo nuevo que es: la purificación. Nadie intenta lavar los pies a Jesús, como igualmente nadie ayuda a Jesús en el lavatorio, Él solito hace todo, por lo tanto, hay una focalización en la persona de Jesús, Él es el único que puede llevar a cabo la purificación. En la confesión el Señor vuelve a lavar nuestros pies sucios y nos prepara para la comunión de mesa con Él, (Benedicto XVI).

El lavatorio nos habla de un amor puesto al servicio de los hombres, la Cena del Señor, nos habla de un amor entregado por los hombres. La Pascua judía, daba paso a la Pascua cristiana, de la alianza antigua a la nueva alianza, nos da este gran acontecimiento de la Eucaristía, que es un entrar en comunión con el Dios vivo, que acerca desde dentro a los hombres unos a otros. La Iglesia nace de la Eucaristía. De ella recibe su unidad y su misión. La comunión me hace salir de mi mismo para ir hacia él, y por tanto, también hacia la unidad de todos los cristianos. El sacramento de la eucaristía no se puede separar del sacramento de la caridad. Una Eucaristía sin caridad es “fragmentaria”, dice Benedicto XVI. El amor y servicio a los pobres no solo es el indicador de la autenticidad de nuestras eucaristías, sino de nuestra vida cristiana. El amor a Dios y al prójimo, están realmente unidos, el Dios encarnado nos atrae a todos hacía sí, para hacernos un solo cuerpo.

El Señor nos ha dejado su Cuerpo en la Eucaristía, el cual ha querido que se realizase a través del Orden Sacerdotal, que es un don especial de Dios y hunde su raíz ministerial en la voluntad de Cristo. Este sacerdocio ministerial se distingue del sacerdocio común, mientras que el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal –vida de fe, de esperanza y de caridad- el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de los cristianos. Con los sacramentos la Iglesia nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte, por el Bautismo nos hace miembros de la familia de Dios, con la Eucaristía nos alimenta, con la reconciliación nos renueva y en la hora de la enfermedad nos acompaña con la Unción de los enfermos. Maravilloso don de Cristo dado a hombres frágiles, pero elegidos por Él y encomendados a la Madre de Cristo que es Madre de los sacerdotes.

Pbro. Julio Flores Carranza